¡Justicia, señor gobernador! | Comentario personal

El pasado sábado 9 de septiembre me encontró todavía sin haber empezado a leer ninguno de los dos libros asignados para este mes en la viñeta de Literatura salvadoreña. En medio de los líos y peripecias que ha pasado la colochita para conseguir los libros y entregarlos a sus destinatarios, resulta que nos quedamos con un solo ejemplar de ¡Justicia, señor gobernador! de Hugo Lindo, y precisamente esa mañana en que este servidor disponía de tiempo y ánimo para empezar a leer, aún no lo tenía en mis manos. Opté entonces por dedicarle la jornada a otro libro que no me dejó del todo satisfecho, sobre todo porque me había hecho grandes expectativas que luego no fueron alcanzadas. Definitivamente necesitaba leer otra cosa después de eso. La oportunidad se presentó al día siguiente, cuando ya contaba con nuestro ejemplar compartido de la obra de Hugo Lindo. Le metí colmillo a la lectura buena parte de ese domingo y logré completarlo recién la noche previa a la reunión del club. La experiencia fue muy gratificante y los resultados inmejorables, desde lo que supone el tardío descubrimiento de un nuevo autor y la incorporación de una obra magnífica en mi propio registro lector, hasta la redención de la insatisfactoria lectura de la que venía y el renovado sentimiento de orgullo nacional que me causó saberme compatriota de este maestro de las letras salvadoreñas. 



Como ya me ha ocurrido en otras ocasiones, esta vez también me sentí terriblemente avergonzado por no haber leído este libro antes y por mi casi total desconocimiento del autor. Ser salvadoreño y haber rebasado el medio siglo de existencia sin haber leído a Hugo Lindo, constituye no solo una vergüenza personal y nacional, sino también una injusticia para con el escritor, cuya obra considero debería ser más difundida y reconocida. Mi único contacto previo con las letras de Hugo Lindo había sido en el prólogo introductorio que este hizo para la antología narrativa de Salarrué, dónde me parece quedaron evidenciados su excepcional uso del lenguaje, su profundo conocimiento de la obra del gran referente de la literatura salvadoreña, y la agudeza de sus análisis y comentarios. Le doy las gracias a Wendy López por haber propiciado la lectura de este señor en nuestro club, y por darme la oportunidad de pagar esta deuda literaria que tenía pendiente. Digamos que, al menos en esta instancia, se ha hecho justicia. 


Aunque no podemos soslayar que algunos tópicos sensibles (como la raza, la condición socioeconómica, la homosexualidad y el rol de la mujer) son abordados en el libro bajo el lente predominante de los valores, los prejuicios y las formas propias de otra generación (al momento de escribir esta entrada han pasado 63 años desde la publicación de la primera edición), ¡Justicia, señor gobernador! es un libro de indudable riqueza literaria, donde el autor exhibe su acervo, su versatilidad narrativa, su dominio de los asuntos jurídicos, su detallismo al introducir cualquier cantidad de temas secundarios que van sazonando el desarrollo del tema principal, y su gran capacidad para crear personajes cuya voz y comportamiento resultan únicos e inconfundibles. El extenso vocabulario, que me hizo realizar repetidos viajes al diccionario, no me pareció un afán arrogante y desproporcionado por lucir ilustrado. La erudición del autor es un hecho, y creo que con mucha naturalidad la puso eficientemente al servicio de su personaje narrador, que no es cualquier leguleyo, sino el equivalente a un sacerdote de la jurisprudencia caído en desgracia: el doctor y juez Amenábar. El relato conducido en primera persona es bien estructurado, fluido, interesante, reflexivo, agudo e incluso humorístico. 



El señor Hugo Lindo se las arregla para meter en esta historia toda esa jerga jurídica, todos esos tecnicismos legales, algunos recortes y notas periodísticas, diagnósticos y procedimientos médicos, elucubraciones filosóficas, discusiones teológicas, disertaciones científicas y pueriles relatos personales, de tal forma que perfila muy bien al personaje protagónico del doctor Amenábar, y a sus interesantes compañeros de desquicio. El cóctel resultante no tiene desperdicio. El tema de la locura, tan recurrente en la literatura, es planteado en este libro como el producto de una pasión febril y desbocada por el oficio, la profesión o los ideales, que llevados a niveles obsesivos y maniacos, terminan por despojar de la razón al individuo, muchas veces un genio notable al que sus estudios, fórmulas y análisis elevados terminan por jugarle una mala pasada. 


Coincido con lo que Wendy mencionó en su entrada en el blog para introducir este libro: definitivamente hay algo de quijotesco en el personaje del doctor Amenábar. La figura de Alonso Quijano, don Quijote de la Mancha, encuentra sus propios paralelismos en los personajes de Uruzoaga y el Padre Martín, del ingeniero Jaramillo, del profesor de matemáticas y del propio doctor Amenábar, cada uno en su propia cruzada, en pos de una causa, contra sus propios molinos de viento. Todos y cada uno de ellos están tan bien desarrollados y sus argumentos tan ampliamente explicados, que las genialidades que acompañan su locura, a veces nos hacen dudar de nuestra propia razón y cordura.


Amenábar, por ejemplo, tiene un elevadísimo sentido de la justicia, que le hace buscar culpas y responsabilidades mucho más allá del alcance de las leyes convencionales, en padres y abuelos, en el vecindario, en la escuela, en las autoridades y en el Estado mismo. Al margen de la absurdidad y ridiculez de sus postulados y conclusiones, que resultan en que él sea desestimado como juez y encerrado como un loco, basta con que sigamos la línea de sus argumentos para concluir que no son del todo descabellados, y que por el contrario van acompañados de una moral muy superior a la de los límites de la ley escrita. Amenábar es un humanista consumado, que termina por exonerar al malvado, por cuanto considera que sus actos criminales son, en buena medida, consecuencias del entorno podrido y decadente en el que el criminal se desarrolla. A través de su personaje principal, el autor juega a ser el abogado del diablo, nos convoca a ver más allá de los crímenes como causales de castigo, y nos invita a revisar los antecedentes (y los antecedentes de los antecedentes), hasta demostrarnos que todo criminal alguna vez, en sus orígenes, también fue una víctima. 


Es curioso que en esta búsqueda de las raices del mal en los antecesores de un criminal, hay también algo de eso que los llamados libros sagrados atribuyen a la ley divina, si nos remitimos a los textos bíblicos (Deuteronomio 5:9-10) donde se habla de castigos o maldiciones que repercuten hasta la tercera o cuarta generación. Me parece que si viéramos de la Biblia solo sus aspectos jurídicos, el antiguo testamento sería la ley escrita en piedra, con sus 613 reglas ceremoniales y el decálogo en que se basan el judaísmo y la cristiandad más fundamentalistas; mientras que el nuevo testamento se enfoca en interpretar el espíritu de la ley, en el análisis, a la luz de las conciencias individuales y colectivas, de las intenciones y finalidades de las tablas de la ley. Por eso mismo considero que el remate de la sentencia de Amenábar, irreverente como parezca, constituye un epílogo brillante para el libro, uno que corona los magistrales argumentos de un orate con una buena medida de razón y pericia indiscutible, y que en definitiva no nos deja indiferentes. Después del enjuiciamiento de toda la cadena, no parecía haber otro final posible que la exoneración de todos los eslabones y la condena, ahí en la última frontera, del poder absoluto al que se someten todos los poderes relativos.


Quedo muy contento de haber leído este libro, que me ha dejado varias ideas repicando en la cabeza, que me ha permitido encontrar nuevos ángulos y perspectivas para los temas abordados, y que me ha sorprendido con la vigencia de los problemas planteados, algunos de rabiosa actualidad en un país y un tiempo no lejanos. 


¡Justicia, señor gobernador! es un libro que vale la pena leer o releer. Es lamentable que sea tan difícil encontrar un ejemplar impreso e imposible hallarlo en formato digital, como pudimos constatar en los esfuerzos que implicó por parte de Loida, de Wendy y de otros amigos ajenos a nuestro club, al equiparnos para esta lectura. Les agradecemos muchísimo su empeño en lograrlo. No sería justo que las nuevas generaciones de salvadoreños y de lectores entusiastas de otras nacionalidades se pierdan de un autor como este, como tampoco sería justo que Hugo Lindo y su obra caigan en el olvido. Ojalá que las editoriales y las autoridades de cultura encuentren la manera de hacerle justicia promoviendo y facilitando su lectura.


Henry Andino 15 de septiembre de 2023
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¡Justicia, señor gobernador! | Hugo Lindo